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El maillot arcoíris y Peter Sagan

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Tour de Francia, Giro de Italia, Vuelta a España y Mundial. Amarillo, rosa, rojo y arcoíris. La oligarquía de los maillots del ciclismo en ruta. Para vestir cualquiera de ellos hay que ser muy bueno. Hay que haber sudado mucho, haber rodado miles y miles kilómetros y disfrutar de un talento fuera de lo común. Y algo de suerte.

 

Amarillo, rosa y rojo

En las tres grandes vueltas, el amarillo, el rosa o el rojo se conceden al primero de la clasificación general al finalizar cada etapa. Un préstamo efímero e ingrato. Hay que devolverlo cuando se pierde el liderato para volver a enfundarse el jersey con los colores del equipo. Hasta la próxima, maillot, si es que hay próxima. De rey a vasallo en un día. Tal vez dos, tres o cuatro, pero generalmente no muchos más.

El maillot arcoíris

El arcoíris del Mundial, no. Es un generoso crédito a largo plazo. El vencedor del Campeonato Mundial de Ciclismo en Ruta lucirá el maillot de las cinco barras (azul, rojo, negro, amarillo y verde) en todas las competiciones en las que participe hasta la disputa del siguiente Mundial. Gozará del respeto unánime del pelotón, será foco de atención especial en las retransmisiones televisivas y los aficionados a pie de carretera lo van a vitorear como a pocos. Y como bonus extra tendrá el privilegio, de por vida, de lucir en cuello y puños los colores del arcoíris.

Tricampeones del Mundial

Todos quieren un Mundial. Una prueba en cuyo palmarés figuran cinco corredores con tres victorias cada uno. Lo hicieron en blanco y negro el italiano Alfredo Binda (1927, 1930, 1932) y el belga Rik Van Steenbergen (1949, 1956, 1957). Luego, el inevitable Eddy Merckx (1967, 1971, 1974) y el cántabro Óscar Freire (1999, 2001, 2004). Y, más recientemente, de una tirada, Peter Sagan (2015, 2016, 2017). Sagan (Žilina, Eslovaquia, 26 de enero de 1990) atesora, además, un Tour de Flandes, una París-Roubaix y decenas de victorias menores. También acumula 18 triunfos de etapa en las grandes vueltas (12 en el Tour, cuatro en la Vuelta y dos en el Giro). Excelente rodador y destacado velocista, es capaz de saldar con solvencia el más duro de los puertos, siempre, eso sí, en carreras de una sola etapa. No más. En las pruebas de tres semanas se conforma con ser un ciclista de una gran regularidad, como atestiguan sus siete maillots verdes en el Tour de Francia.

Peter Sagan, el talento

Sagan, para lo bueno y para lo otro, es un superdotado de los pedales, un talento en estado puro que no deja a nadie indiferente, que entiende el deporte de élite de una forma muy particular: «no me preocupan las victorias, el espectáculo es lo más importante». Capaz de subir por las durísimas rampas de Alp d’Huez a una rueda, para delirio de seguidores. O de firmar un autógrafo encima de la bicicleta subiendo el Tourmalet en plena canícula. Y de marcar las diferencias en lo temibles tramos de pavés que recorren el Tour y algunas de las clásicas de un día. Allí donde no se puede rodar a un ritmo rápido sostenido porque las vibraciones son extremas. Donde el alma retiembla. Donde las caídas son inevitables. Allí, mientras el resto de los mortales aprieta los dientes y tira de casta y orgullo para no poner pie a tierra, el eslovaco saca a relucir su exquisita técnica y el extraordinario dominio de su bicicleta para sortear con gracilidad pasmosa los traidores adoquines.

Ahora, sus 31 años, aun en plena madurez deportiva, se alzan voces que vaticinan el ocaso de la carrera profesional del eslovaco. Que ha perdido chispa. Que le falta ambición. Que no podrá competir de tú a tú con la nueva hornada de jóvenes ciclistas que están alborotando el pelotón. Rezaremos para que se equivoquen. Por el bien del ciclismo, por el bien del deporte, por el bien del espectáculo.