Un buen día nos decidimos a empezar a correr. Lo hacemos para intentar llevar una vida más saludable o quizás para poder disfrutar de los placeres de la comida sin ganar un peso excesivo. El caso es que cuando ya nos hemos habituado a hacer ejercicio, entonces, lo que queremos es mejorar nuestro rendimiento. Ese objetivo se convierte en un reto que nos mueve a madrugar, trasnochar y robarle minutos al reloj, para sacar tiempo de donde sea y poder salir a entrenar.
Y así empieza una presión que nos va acompañando y de la que somos inconscientemente responsables, siempre con la intención de poder rebajar nuestras marcas. Aumentamos los entrenamiento con sesiones de calidad: que si hoy unas series de mil, que si pasado mañana un fartlek, que si el próximo fin de semana una tirada de dos horas para ir cogiendo fondo… La evolución empieza siendo buena, por norma. Poco hay que hacer para mejorar, cuando partimos de cero.
El problema llega cuando ya llevamos unas semanas o unos meses de carga. Hay un momento en el que los resultados dejan de acompañar (afortunados aquellos a los que no les todavía no les ha sucedido…ya les llegará). Ahí es donde se acerca el peligro. De desilusionarnos, de bajar la intensidad de los entrenamientos, de reducir el compromiso que habíamos adquirido y, a veces, incluso, hasta de colgar las zapatilla y abandonar los entrenamientos.
Y no, no es así. No tiene que ser así. Muchas veces necesitamos buscar perspectivas distintas para darnos cuenta de qué ha sucedido realmente. Analizar los días que llevamos entrenando de forma consecutiva, intentar recordar las circunstancias que acompañaron a esos días de bajón de rendimiento (demasiado frío, lluvia, viento), o el simple hecho de no haber disfrutado de suficientes horas de descanso, haber salido de casa sin desayunar o sin beber líquidos… Hay un sinfín de posibles explicaciones (que no excusas) ante un mal resultado.
Para mí, la solución es clara y sencilla. Podríamos hablar de tres puntos de obligado cumplimiento: asumir errores, relativizarlos y modificar nuestra conducta para que no se vuelvan a repetir.
Y confiar, cómo no, que se alineen los planetas y la suerte vuelva a estar de nuestro lado.
Sebas Guim