El emotivo Juramento Olímpico de Edwin Moses
Coliseum de Los Ángeles, California, Estados Unidos de América, sábado 28 de julio de 1984. Se inauguran los Juegos de la XXIII Olimpiada, la mayor competición del deporte, la que genera más expectación, probablemente la más deseada por la mayoría. Es la segunda vez que la ciudad alberga unos Juegos Olímpicos y, a pesar del boicot de los países del este, está confirmada la más grande participación de la historia. 6829 atletas de 140 países competirán para llegar a lo más alto en sus especialidades. Será el escaparate perfecto porque los yanquis reafirmen su posición como la nación más poderosa del mundo. Y no repararán en gastos.
Ronald Reagan ha llegado al estadio con el impresionante helicóptero presidencial de la US Air Force y ha proclamado solemnemente la apertura de los juegos. Ahora toca el turno del Juramento Olímpico, el que un atleta del país organizador pronuncia en nombre de sus compañeros. Es uno de los grandes momentos de la ceremonia de inauguración, de toda la competición. El comité organizador no ha elegido al azar. Ha apostado por uno de los grandes reyes del tartán: el actual campeón olímpico y poseedor de récord mundial de los 400 metros vallas, Edwin Moses.
El Juramento Olímpico
En el Coliseum, el silencio impresiona. El mundo se ha detenido en este instante. Moses, tranquilo, sujeta un extremo de la bandera olímpica que sostiene el lanzador de martillo Edward Burke y empieza a hablar. “En nombre de todos los competidores prometo que participaremos en estos Juegos Olímpicos, cumpliendo y respetando sus reglamentos, comprometiéndonos a un deporte sin dopaje y sin drogas, con verdadero espíritu deportivo…”. Se detiene. Espera unos segundos interminables e intenta seguir, pero no puede. La emoción lo supera. Respira y vuelve a probarlo. Ahora sí, por fin. Sigue: “…por la gloria del deporte y el honor de nuestros equipos”. Ha acabado y sonríe aliviado. Ha pasado un mal trago. Él, leyenda viva del atletismo, siempre en el más alto, se ha visto superado por la grandeza del olimpismo.
El mito Moses
Él, el mito que empezó a forjarse el 26 de agosto de 1977, cuando ganó al alemán occidental Harald Schmidt en una competición en Berlín. Desde entonces, y hasta el 4 de junio de 1987, cuando fue derrotado por Danny Harris en Madrid, ganó todas las 122 carreras en las que participó. Fue una década de tiranía absoluta en una de las pruebas más complicadas del atletismo, una comprometida mezcla de velocidad y saltos. A lo largo de su carrera, ganó dos oros olímpicos y tres ediciones de la Copa del Mundo, además de batir cuatro veces el récord de los 400 metros vallas. Con un talento físico privilegiado y una ambición reservada solo a unos pocos elegidos, Moses, estudiante aventajado de ingeniería, introdujo nuevos métodos de entrenamiento para maximizar su rendimiento en el tartán, y descubrió que su larga zancada le permitía dar un paso menos que sus rivales entre vallas, lo que suponía arañar determinantes centésimas al cronómetro.
Seguramente, su nombre no está ni estará en las hemerotecas a la misma altura que otros grandes atletas de la historia. Jesse Owens, Bob Beamon, Carl Lewis, Serguéi Bubka, Paula Radcliffe, Yelena Isinbayeva o Usain Bolt llenarán con seguridad más páginas que él. Pero nadie, nadie, nadie que no sea Moses ha conseguido permanecer nueve años, nueve meses y nueve días imbatido en ninguno de las ramas del atletismo a lo largo de la historia.